Me levanto de buen humor porque los obreros que están construyendo un ascensor en la casa parece que hoy no han venido a trabajar y no se oye ningún ruido. Los que pintan el patio interior tampoco han llegado. Ahora la ventana del baño está tapada con unos cartones pero el primer día, sin previo aviso, te encontrabas de buena mañana con la cara de un moro (colgado por un arnés) a la altura de la ventana mientras te sacabas con cara somnolienta un támpax tamaño bazooka del coño. Cuando me di cuenta, grité y salí corriendo con las bragas por la rodilla. Volví a los dos minutos, después de entender la situación. Lo cierto es que pensé que aquello era un acto de lo más natural: podría haber sido mucho peor. Recordé todas las guarradas escatológicas que perpetro cuando creo que no me ve nadie. Esta situación embarazosa, por fortuna, no ha vuelto a pasar con la ayuda de los cartones. Así que, la circunstancia, unida a una calma matinal inesperada, me dice que hoy puede ser un buen día.
Sin embargo parece que alguien no está de acuerdo, alguien con el poder para transformar la vida en muerte, alguien de arriba, un ente acojonantemente poderoso. Ese alguien me pondrá, a lo largo del día, en contacto con una serie
de personajes que me harán renegar del ser humano.
Llego al que va a ser mi futuro trabajo. El jefe es un catalán de pro, me esfuerzo en poner atención a todo lo que dice, pero no he dormido mucho y podría estar diciéndome que tengo cara de subnormal y que mi madre es una puta del Paralelo que lo hace a pelo, y yo seguiría contestándole: “És clar, és clar”. Además, no tiene muy asumida la concepción del tiempo, habla por teléfono con un amigo durante una media hora interminable que me paso mirando las musarañas con cara de pensar en algo muy interesante, mientras dejo la huella de mi mano sudorosa en la mesa de madera. Me doy cuenta cuando él cuelga el teléfono, estoy nerviosa, la limpio disimuladamente en movimientos rápidos con la manga de la chaqueta: debe de pensar que tengo un parkinson incipiente.
Me dice que, como igualmente ya estoy aquí, y si no tengo prisa (era simplemente una reunión, empezaría a trabajar una semana después) podría responder unos e-mails a unos proveedores de Hong-Kong porque, explica con una sonrisa mirando a su alrededor, aquí nadie sabe inglés. Lo hago y luego me pregunta muy cordialmente si podría arreglarle unos problemas que tiene con su portátil. Ya han pasado casi dos horas desde que estoy allí, le intento explicar que no puede hacer una copia de seguridad que ocupa 20 megas en un diskette; lo hago de forma amable, como si yo fuera imbécil y él estuviera en un plano superior donde, desde luego, no tiene por qué saber estas nimiedades. Ahora parece un ser totalmente desvalido. Él ama los diskettes, le gustaría que todo, absolutamente todo, cupiera en un diskette. Es una puta pena.
Después de dos horas y media le digo que me tengo que ir y señalo el reloj, me gustaría que fuera pillando el concepto de tiempo lo antes posible.
Salgo a la calle. Hace sol, me fumo un pitillo y veo las cosas de otra manera. Vuelve el optimismo, la nicotina me impregna de ganas de vivir. Me pregunto cuánto tiempo tardaré en llegar a mi casa andando desde esa zona. Me guío por los letreros, me bebo la primera horchata de la temporada y de repente, a medio camino, veo a una embarazada. Me fijé en ella porque tenía una panza enorme, un bombo de trillizos, de aquí estoy, con el ombligo al aire tope de orgullosa en un mono prenatal para pachecas.
La conozco pero no sé de dónde. De repente, voilà, caigo en la cuenta. La sujeta, hace dos meses, había protagonizado una escena algo subida de tono de un corto. Al parecer era la única tía que habían encontrado dispuesta a enseñar las mamellas por la grandeza del cine underground. Por el tamaño del bombo, en ese momento debía de estar preñada de cinco meses mínimo, pero como era regordeta nadie lo notó y no notificó a nadie su estado. En dicha escena se tiraban botellas por todos lados, la gente se enganchó en una pelea ficticia pero que daba la impresión de que entre los “actores” había cierto rencor, porque allí caían hostias como panes y hasta alguna nariz rota. Yo estaba contemplándola detrás de la barra del bar donde se rodaba la hecatombe y me dio verdadero miedo. Así que me pregunto qué hacía allí esta mujer, con un embrión de kilos escenificando una pseudoviolación en medio de ese cristo. Joder, me digo, la gente no tiene criterio, la gente no tiene sentido común, la gente se reproduce sin ningún tapujo como el que va a sacar la basura. Y todo por salir en un puñetero corto.
Y allí, en mitad de la Calle Hospital, veo a Patricia, la reina de las poses. Está leyendo un libro en una postura museística, como si le fueran a tomar una foto, en una Lambretta que no es suya, grafiteada con flores de colores. Intento entablar una conversación de calle pero es la representación de la nada, de lo artificial y etéreo como las neuronas que se ha tragado el éxtasis del fin de semana con el que aún sigue flotando.
Llego a casa, mi compañera de piso está apuntándose los sitios guays a los que ir el fin de semana en Barcelona. Esto es un acto complejo que realiza de lunes a jueves y que comienza con la recopilación de leaflets por la calle, un poco de Google y un batiburrillo de lo que le ha dicho que pega algún dependiente de la tienda de moda de turno; cuantos más piercings audaces lleve el susodicho, la recomendación será tomada más o menos en cuenta. Oigo sus pasos acercándose a mi habitación, pica en la puerta, no ignoro que los siguientes minutos supondrán una conversación trascendental y metafísica.
“Tía, creo que Eduardo huele mal.”
Eduardo es un argentino y que de hecho es amigo SUYO, que vive en el piso con nosotras desde hace dos meses. No lo conozco demasiado pero me parece un buen tipo. Va a su bola y desde luego no huele mal. Se pasa mucho tiempo en la ducha y conoce el uso del desodorante, cosa que no se podría decir de mi interlocutora.
Le replico que no creo que sea así. Miro la pantalla del ordenador y ella sigue con el tema: “Creo que se ha echado novia. Una sueca” La palabra sueca la pronuncia con los labios torcidos, con tono despectivo ¿Qué debería decir ahora? Dios, qué asco, una sueca, cómo se atreve, y seguro que se la folla el muy canalla, el argentino desvirgador de suecas está aquí, ¡socorro! Así que todo el rollo proviene de esto: una polla más ocupada en otros quehaceres.
Abro el Messenger. Me siento sociable una vez más, voy a intentar hablar con alguien con el que normalmente no hablo pero que seguro que tiene cosas interesantes que decir. Como está estudiando historia y últimamente siento un extraño interés por los nazis se lo hago saber. Me dice que me mentiría si dijera que no sabe mucho sobre el tema. Me alecciona un rato, me hace saber que soy una caca porque en mi vida llegaré a tocar los incunables que un profesor de la universidad ha puesto en sus manos porque él lo vale. Me pregunto en ese momento dónde coño se compra el ego la gente, que quiero uno igual de grande y gordo, por favor.
Creo que mi aventura cibernética por hoy no puede dar más de sí. Es casi la hora de cenar. Voy al baño, ahí veo los frenazos en el váter, marrones, que hacen saber que ahí hubo vida, un “I was here” pintado en mierda por alguien que huye de la escobilla como de la peste.
Me imagino en un juicio junto con los otros dos habitantes de la casa frente a un juez ficticio sin escrúpulos, dispuesto a aplicar la pena de muerte al perpetrador de esos frenazos constantes en el wc. Pero yo, amigos, tengo un as en la manga. Mi abogado se levanta, aúlla, saca una caja de "Ferogradumet". La enseña al juez y a todos los asistentes que se quedan estupefactos mientras murmuran entre sí. “Éstas son las pastillas que mi defendida tiene que tomarse cada mañana por prescripción médica. Como puede ver en el prospecto, señor juez, al estar compuestas de hierro, confieren a las heces un color negro azabache que desde luego no puede ser compatible con las fotos de frenazos que se han presentado como prueba, ya que éstas eran de un color pardusco. Y, por si queda alguna duda, mi defendida hará una demostración. Después de esto espero que la prensa y ustedes mismos se disculpen con la misma magnitud con la que se ha mancillado el nombre de mi defendida.”
Entonces lo hago, cago en una bacinilla pagada por el Estado y cago un zurullo de proporciones inimaginables para todos aquellos que dudaron de mi inocencia. El ujier lo pasa bajo las narices de los demás acusados, del jurado, de la prensa que se agolpa en la puerta. ¡Es verdad, es mierda y es negra como el carbón!
El juez me deja libre de toda sospecha. Saludo a todos los que creyeron en mí desde el principio. Mi madre, llorosa, me da un abrazo: “Sabía que no podías ser tú. Gracias al cielo, hija mía”
Para aquellos que han llegado hasta este renglón, mi simpatía eterna en forma de youtube. Las sabias palabras de este samurai, mi musa, el indescriptible Fernando Sánchez Dragó, sobre la zafiedad española en el programa de Jesús Quintero. (muy a cuento, o no)