Estoy apurando una copaza de vino con Sara. No la veo desde hace mucho tiempo porque hemos tomado caminos diferentes en la vida: ella, más dada hacia los bienes materiales y yo, intentando alcanzar desde siempre la vida espiritual propiamente dicha. Vaya, que soy una pringada sin coche, sin hipoteca y sin ganas para ello.
Pero para entender esta relación de amistad, cuando ya no tenemos nada en común, hay que remontarse a la guardería, donde atravesamos nuestra fase anal juntas, metiéndonos margaritas y canicas por el culo. Más adelante, nos encontraríamos en el colegio, pasaríamos los veranos en los mismos campamentos (mar, montaña y granjaescuela, la santísima trinidad de nuestros padres) y soltaríamos gallitos de pubertad en los karaokes cantando la de: ni tú ni yo nos dimos cuenta que tras sus tetas no había corazón, sólo ambición uoooouooouoooo… Y tal.
Así que ahí estoy, enfrente de ella mientras me pone al día de toda la gente que podamos haber conocido: Anita se ha casado con un moro en los Emiratos, Javi guarda una botella de JB en su cajón – sí, eso ya me lo había dicho él- y yo, me dice, yo voy a poner parquet flotante.
Comprenderíais mi entusiasmo cuando, rauda, introdujo sus manos en el bolso buscando una foto en el móvil que ilustrara mi desconocimiento sobre los tipos de parquet existentes en este mundo. Tuve que pensar en alguna noticia que darle para que cesara en su empeño. Y recordé la llamada que me hizo mi madre hace ya un par de años, cuando me contó que acababan a meter en la trena a nuestro antiguo profesor de fotografía del colegio. Por lo visto, le gustaba hacerse gayolas delante de las niñas. Así que pongo esta sordidez en conocimiento de Sara. Ambas estábamos doblemente expuestas, porque no sólo íbamos a las clases del colegio, sino que también íbamos juntas a otra clase de fotografía – de pago - en el estudio particular del pede-rasta. El diálogo que siguió tras mi noticia fue más o menos así:
- ¿Y por qué coño íbamos a esas clases?
- Supongo que por la misma razón por la que nos apuntaban a música, natación, inglés, volleyball, radio, escalada, taller de matemáticas, piragüismo, bailes regionales, teatro…
- ¡Y a “orientación”!
- Es verdad, grandes gymkhanas las de “orientación”.
- Deberíamos ser putos genios ahora.
- Y con unos cuerpos esculturales, además. ¿Qué coño ha fallado?
- Ni idea.
- Oye, ya me acuerdo de por qué nos apuntaron a esa clase en concreto.
- ¿Por?
- El profesor era amigo de mis padres.
- Vaya. No es el primer pederasta que tus padres ponen en nuestro camino.
- ¿De qué hablas?
- Del escritor ése…
- ¿Lo conociste tú también?
- Sí, claro.
- Pero ése no era pedó-filo, era un viejo verde nada más.
- Qué dices. Salió en los periódicos.
- Salió en UN periódico. Ni siquiera lo denunciaron.
- Bah. Era asqueroso.
- Es posible, lo cual no lo convierte en violador de niños.
- Si el río suena…
- Lo que tú digas.
Me acabo la tapa de patatas al aliolazo y sigo con mis teorías:
- Bueno, yo no tengo por qué preocuparme. Recuerdo que los días que dábamos esa clase de fotografía, coincidía con gimnasia y teníamos que llevar chándal por narices. Aquello era una fiesta del táctel. Y es imposible trempar con esa visión.
Testimonio: un chándal de táctel de vivos colores - una lástima que no se aprecien- salvó mi tierna infancia
- Pues yo no tenía gimnasia.
- ¿Cómo que no?
- No, yo iba a la clase B.
- Ah, es verdad.
- Llevaba falditas.
- ¿Falditas de cuadros?
- Sí, joder.
- Ja-ja-ja. Señala en el muñequito dónde te tocó, Sara.
- No tiene gracia. Además no me tocó.
- Ya lo sé. En aquella época no se habría desviado aún.
- Oye, ¿quieres ver las fotos del parquet? Es que me tengo que ir en cinco minutos
- Claro.
Me las enseña. Y el hueco del salón donde va a ir el sofá. Y los putos pomos de las puertas. Pagamos y nos despedimos. Creo que van a pasar otros tres años hasta que nos volvamos a ver de nuevo.