lunes, julio 03, 2006

Qué verde era mi porro

(o historietas de la Abuela Cebolleta)

Ana y yo nos conocimos en Roma. Ella estaba trabajando en el Youth Hostel donde pasaba las noches, nos caímos bien y yo la invité a venirse a Londres. Nos escribimos durante un tiempo y, por unas semanas, no supe nada de ella hasta que me llamó desde una cabina en el aeropuerto.

– Eh, nena, que he decidido venir, estaba hasta el coño del hijoputa de mi jefe y de los babosos italianos –

A mí sólo me quedaban un par de semanas en Londres, así que me pareció perfecto quemar los últimos cartuchos de la mano de una española perturbada. Nada más dejar las maletas en casa, cogimos el metro hacia Camden Town. – Vamos a un sitio que conozco, ya verás qué buena mierda venden.

- ¿Qué quieres? ¿Pillar setas?

- Joder, esas setas que venden en la calle son una puta basura.- Me miró como si fuese gilipollas.

Salimos de la estación y cogiéndome de la mano dijo “Verás… tendrás que ir sola porque yo les debo 200 libras a esos judíos.”.

- Pues escóndete, no quiero que me corten los dos meñiques, mecagonlaputa.

En la tienda que me señaló, vendían chaquetas de cuero aún en junio. Como me había descrito, la llevaban dos israelitas, uno de gafas, alto y delgado, y otro viejo y gordo con la cara tostada. Estuve mirando un rato las chaquetas rollo Matrix hasta que se me acercó el más joven a preguntarme si estaba buscando algo. Le dije que un amigo me había comentado que allí también vendían otras cosas. En un principio, me contestó que no sabía de qué estaba hablando y se puso a ordenar las chaquetas más hacia el fondo. Le seguí y entonces fue cuando añadió: ¿Pero qué quieres? ¿Coca, éxtasis, pastillas, hierba?

Le hizo una seña al gordo y éste me llevó con él abajo, donde tenían ropa íntima y algunos artículos eróticos. Detrás del mostrador, una italiana estaba empeñada en que me llevara una bolsa con pastillas- Son buenas, muy buenas en serio, buenísimas-

- No, no, si yo sólo he venido a por hierba- dije con las manos en los bolsillos.

Al gordo se le iluminó la cara y volvió riéndose con una bolsa de skunk. Mira, huele, mira qué bien huele. Ahhh, a esto le doy mucho antes de irme a la cama.

Joder con el gordo. La verdad es que aquello olía a gloria y me llevé dos bolsas.

Apenas darle unas caladas, las dos entramos en estado “Beavis&Butthead”. Jajajajaja. Jijijiji, mola. Pero en la misma proporción que te elevaba, te daba un hambre loca, como nunca había sentido en toda mi vida. Esa noche hicimos una fiesta en casa y acabamos comiendo galletas digestivas de chocolate con queso cabrales, una bola de dos kilos que mi madre me había mandado por correo y que, hasta el momento, no había sabido qué hacer con ella, todo esto ante la mirada atónita de los allí congregados que no hacían más que repetir “quién es el cabrón que se ha quitado los zapatos”.

A mí también gustal sigalito de la lisa, amiguitas.

Al día siguiente, Ana me dijo que íbamos a ir a ver a Jimmy a Putney Bridge. ¿Pero quién coño es Jimmy?

- Pensaba que lo sabías, es un colega de Simon. Dice que pasa buena coca.

Simon era el novio de la mejor amiga de una de las brasileñas treintañeras de la casa. La noche anterior, Ana le había tirado la caña delante de la cara de su chica. Os puedo asegurar que el sector brasileño no la tenía en mucha estima.

Así que cogimos un autobús a Putney, y no iba a ser el último, para ver al camello que resultó ser un neozelandés completamente jodido del coco. Había cambiado su apacible vida en Auckland por un mundo lleno de paranoias, como se podía observar en el ritual de trapicheo, con sus ojos fuera de las órbitas, mirando hacia todos lados en espera de que la Scotland Yard apareciese por ahí de un momento a otro. Pasaba el sobre, que la tercera vez ya tenía escrito en uno de los lados “Spanish girls”, envuelto en un callejero de Londres por debajo de la mesa del bar. A mí me parecía que todo eso era de lo más llamativo pero en fin, el bueno de Jimmy ya no sabía lo que se hacía.

Tantos viajes a Candem y Putney, con sus posteriores salidas a cual más extraña, me estaban minando la moral y sólo me consolaba el billete de avión que despegaría pocos días más tarde para alejarme de ese camino hacia la cuneta, de esa University of Life a la que había acudido Ana ya desde sus años mozos. Ana, que además tenía una habilidad especial para encontrarse billetes de 50 libras atrapados entre los arbustos de los jardines de las casas bien de Clapham, no paraba de empujarme hacia los recónditos sitios de Londres en una espiral de decadencia.

Pero nos lo pasábamos de puta madre.

Era una persona bastante impredecible. Cierto día que volvía de clase, me la encontré abrazada a nuestra negra de la Martinica, Valerié. Las dos estaban llorando sentadas en la escalera.

Valerié, una persona de 1,80 m. de altura, azafata del tren EuroStar, de cuya boca sólo salían “Shut the fuck up”´s que gritaba desde su habitación cuando hacíamos el menor ruido en la sala; que se pasó toda una semana rezongando la mierda de actor que era Hugh Grant porque le había gritado en el vagón VIP del tren París-Londres cuando le sirvió una copa de champán que no era lo suficientemente burbujeante para su paladar. En definitiva, una tía a la que apenas me atrevía a decir hola por miedo a que se liara a hostias conmigo, estaba ahora llorando como una jodida magdalena porque Ana le había regalado una postal con un bebé impreso que decía una frase ingeniosa del tipo “no estés triste, la vida es súper guay” y ahí estaba, derritiéndose de pura emoción.

Recuerdo que pasaron muchas cosas durante esas dos semanas, generalmente patéticas y risibles. Después, Ana se desvaneció, ella decía que sería mejor no tratar de encontrarla porque era “Como un pájaro libre”.

Pues vuela, amiguita, vuela alto…